Moisés Wasserman, El Tiempo, Bogotá D.C., 7 de mayo de 2020
La biotecnología en salud nos permitirá enfrentar sucesos como este, sin quedarnos sin suministros.
Hace poco, el senador Iván Darío Agudelo (autor de la ley que creó el Ministerio de Ciencia) propuso la adopción de una política científica para soberanía tecnológica en tres campos: el energético, el de seguridad alimentaria y el farmacológico. El último yo lo ampliaría a biotecnología para la salud.
Algún día viviremos una globalización ideal, con fronteras permeables y acceso libre a los avances tecnológicos. Pero por el momento es imperfecta, y en esta pandemia ha mostrado grietas. Los países de la Unión Europea cerraron sus fronteras. Cada uno se ocupó de su problema, algunos embargaron la venta de productos tecnológicos vitales a otros países.
La soberanía tecnológica es característica del desarrollo. El país más desarrollado no es aquel que menos problemas tiene (el Principado de Mónaco sería líder del desarrollo), sino el que posee el potencial para resolverlos. Algunas personas tienden a buscar culpables externos de nuestras incapacidades, y los encuentran en los países ricos y en las ‘transnacionales’. Lamento informar que, en este caso, las limitaciones son autoinfligidas.
Va un ejemplo actual. Leímos en la prensa sobre la preocupación por lo escasos que estaban en el mundo los kits para la prueba de RT-PCR (la “prueba molecular”). Hay que entender de qué se trata. Empecemos por la parte PCR. Es una amplificación exponencial de una secuencia de ADN. Se necesitan unas moléculas ‘cebadoras’ que le dan la especificidad. Ellas son de dominio público, pues hacen parte de la secuencia genética del virus. Se amplifica la secuencia en un proceso que requiere incubación alternada a varias temperaturas. Esta se puede hacer gracias al descubrimiento de una enzima en un organismo que vivía en los géiseres de Yellowstone (eso fue en 1969) y resiste temperaturas altas. El desarrollo de esta prueba, de gran sensibilidad (por la amplificación) y especificidad (por los cebadores), mereció un Nobel en 1993.
La parte RT es la transformación del ARN viral a ADN, mediada por una enzima proveniente de otros virus (premio Nobel 1975). Todo es de dominio público, y si hubiera patentes (que no las hay), ya estarían vencidas de acuerdo con las fechas anteriores. La patente es solo sobre el formato del kit.
Nuestros científicos básicos, biólogos moleculares, genetistas y virólogos no tendrían ningún problema en producir las pruebas que se necesitaran, y en un formato automatizable. Insisto en los básicos porque ellos no se acercan al kit como a una caja negra a la que se le mete algo por un lado y escupe un resultado por el otro. Entienden el mecanismo de la prueba y no se dejan apabullar por un formato. Si compráramos 500.000 kits y usáramos la mitad, el resto iría a la basura; solo sirven para covid-19. Produciéndolos en casa, bastaría con cambiar los ‘cebadores’ para que se puedan usar con el próximo virus, sea influenza, dengue, o el que se aparezca.
Es un ejemplo, pero pasa algo parecido en otros campos, incluso en el de las vacunas, que algunos ven como mágico y protegido por patentes. No es así necesariamente. La vacuna contra la influenza, por ejemplo, depende de un comité internacional financiado estatalmente. Hace algún tiempo, nosotros producíamos varias vacunas; dejamos de hacerlo por puro complejo de inferioridad.
La ciencia nos podrá dar esa soberanía que el senador propone. Tenemos las capacidades para desarrollar nuevas fuentes de energía y para mejorar las viejas. Solo una agricultura moderna y altamente productiva, basada en procesos biotecnológicos, nos dará seguridad alimentaria y nos hará exportadores. La biotecnología en salud nos permitirá enfrentar sucesos como el que vivimos, sin temor a quedarnos sin suministros. Esta sería una buena lección para aprenderle a la pandemia.
@mwassermannl