julio-agosto 2002

Se vuelve urgente, entonces, debatir con franqueza en qué deben consistir las modificaciones capaces de garantizarles a los colombianos servicios públicos de alta calidad y precios módicos, no resulte que los esfuerzos organizativos que hay que hacer terminen dándose en una dirección equivocada

Luego de menos de una década de privatizaciones de empresas de servicios públicos domiciliarios, la nación está hasta la coronilla de unas tarifas que cada vez más les quitan a tantos el pan de la boca para poder pagarlas y que hasta les niegan a muchos el propio derecho a tener agua, teléfono y energía eléctrica en sus residencias. Quién lo creyera. En los albores del siglo XXI son miles y miles las familias que en Colombia —y en todo el mundo, porque el horror neoliberal se padece por doquier— no tienen acceso a unos servicios que constituyen unos de los más elementales avances de la civilización o deben pagarlos recortándose el consumo de otros bienes todavía más elementales: la comida, el vestuario y la vivienda.

De ahí que también con cada vez mayor frecuencia aparezcan sectores sociales que pasan de rumiar las rabias mensuales que les provocan las facturas con que lo esquilman, a organizarse y resistirle a las empresas de servicios públicos. Cómo olvidar, por ejemplo, a los muy tranquilos habitantes de Jardín, Antioquia, quienes, hastiados de los abusos de la empresa privada de acueducto, en su lucha hasta vaciaron entre las cajas de los contadores mezclas de arena y cemento, con lo que dejaron claro que no se dejarían intimidar por las amenazas oficiales y que llevarían sus reclamos hasta las últimas consecuencias.

Y como una consecuencia apenas obvia del malestar que crece entre los colombianos por las exageradas tarifas de los servicios públicos, también aumenta el número de quienes creemos que debe adelantarse una lucha que conduzca a ponerle coto definitivo a tan repudiable estado de cosas. Incluso, el tema ya hizo parte de las ofertas electorales de la pasada campaña y se discute sobre modificaciones a las leyes 142 y 143 de 1993, que fueron las que impusieron y reglamentaron las políticas de privatización que se padecen.

Se vuelve urgente, entonces, debatir con franqueza en qué deben consistir las modificaciones capaces de garantizarles a los colombianos servicios públicos de alta calidad y precios módicos, no resulte que los esfuerzos organizativos que hay que hacer terminen dándose en una dirección equivocada. No aciertan quienes creen que el problema se limita a hacerles unos retoques a las normas pertinentes, con el propósito de “controlar” a las empresas, de forma que el gobierno impida que éstas se aprovechen de sus clientes. Porque por muchos que sean los controles, las empresas privadas siempre tendrán que cobrar unas tarifas que les paguen el costo de producir los servicios y los valores de las expansiones y mantenimientos de las redes, a lo que tienen que sumarles sus ganancias, porque es sabido que el capital solo actúa en donde le es negocio hacerlo. Y como por definición se trata de capitales monopolistas y generalmente extranjeros, sus utilidades deben ser de las más altas que existan en la sociedad, ganancias inmensas que también deben responder a las primas que exigen los capitales foráneos que “corren el riego” de venir a los países atrasados. Pretender servicios públicos buenos y baratos, prestados por la empresa privada, y monopolista, y extranjera, es como querer construir círculos cuadrados, es decir, un imposible.

No hay que ser un gran economista para entender que los servicios públicos domiciliarios solo podrán ser baratos y de buena calidad si los presta el Estado, dado que éste es el único que está en capacidad de ofrecerlos sin buscarles ganancias a sus inversiones y que incluso puede brindarlos a perdida –subsidiados, así les duela a los neoliberales– si esa es la política social que se define. Que impedir las privatizaciones que ya se anuncian sea difícil y que darle reversa a las que ya se hicieron sea más complejo aún, no puede conducir a los patriotas y demócratas a la bobería de luchar por logros “más fáciles” pero que no sirven para nada, porque no tocan las causas de los problemas.

Las organizaciones de usuarios de servicios públicos deben luchar por la derogatoria de las leyes 142 y 143, pero no para reemplazarlas por unas que “controlen” a los inversionistas privados sino por otras que prohiban que el agua, las basuras, la energía eléctrica, el teléfono y el gas domiciliario sean vulgares negocios de monopolistas, para lo cual debe empezarse por una modificación a la Constitución de 1991, que fue la norma que le abrió el camino a la presencia del capital privado internacional en estos sectores.

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