En siglo y medio tres constituciones han enmarcado la estructura de Colombia como nación, la de Rionegro, la de la Regeneración y la actual del 91. Las dos primeras se ocuparon principalmente de asuntos políticos y jurídicos, a diferencia de la del 91 que determinó un vuelco en el manejo de la economía del país. En el siglo XIX Colombia era un país predominantemente feudal sin las exigencias jurídicas de una economía capitalista y los constituyentes de entonces no se preocuparon por abrirle camino a la acumulación de capital. Por eso los federalistas de Rionegro en 1863 no se embarcaron en la polémica de los artesanos con los librecambistas. Núñez, por el contrario, abrigaba en 1886 el propósito económico de cerrarle el paso a la industrialización y a la desaparición de los artesanos y evitar que los efectos de la revolución industrial en Inglaterra, que le aterraban, se repitieran en Colombia. La ausencia de normas constitucionales pertinentes al desarrollo económico fue lo que Núñez ideó para no darle impulso a la industrialización. Pero cuando se fue desarrollando la industria, empezó a circular el capital y se fueron dando las condiciones de la conformación de un mercado interior, se volvieron indispensables reformas constitucionales como las de 1936, 1945 y 1968 que dieron base al capitalismo de Estado.

La Constitución de 1991 fue concebida por Barco y Gaviria para revocar el intervencionismo de Estado e introducir un modelo económico de libre mercado. Libre mercado entendido como ausencia de ayudas estatales a la economía privada, por ejemplo, en forma de subsidios. La nueva carta estructuró un Estado al que se le redujo su intervención decisiva en renglones claves de la economía y se le suprimió su papel de empresario estatal. A eso se le denominó “empequeñecimiento” del Estado. Gaviria hablaba en la revista Time, recién posesionado de la presidencia, del fracaso del Estado interventor y del modelo económico impulsado por la CEPAL desde la década del 50 que había dejado a América Latina en el subdesarrollo. Tendría, entonces, que resultar una nueva economía que permitiera el libre juego del mercado sin limitaciones, regulado espontáneamente por sus leyes, sin importarle los maleficios de la “mano invisible” de los librecambistas. La Constitución le abriría el camino a las privatizaciones, a la municipalización, a la competencia nacional e internacional, al flujo libre de capitales dentro y fuera del país, al ingreso de mercancías sin cortapisas, a un régimen tributario doble o triple de carácter municipal y departamental. Para ello la Constitución del 86 era inservible y las reformas constitucionales de intervencionismo de Estado constituían un modelo agotado.

No puede olvidarse que la Secretaria de Comercio de los Estados Unidos, en su visita a Bogotá, le exigió a Barco, siendo ministro de Hacienda César Gaviria, la apertura económica, a cambio del desembolso del crédito Challenger. Antes el Fondo Monetario Internacional había presionado con el crédito Yumbo a Belisario para liberalizar los aranceles de importación. Cualquier escrúpulo u obstáculo para poner en marcha el nuevo modelo o para embarcarse en una nueva constitución había que superarlo. De ahí en adelante, todos los esfuerzos gubernamentales giraron alrededor de sacar adelante en el Congreso una nueva constitución. Fracasado allí ese intento, se propusieron planificar el golpe de Estado que facilitara el proceso de ponerle piso legal a la apertura económica. Francisco Mosquera señalaba: “el verdadero ‘revolcón’ se le dará al país en el ruedo de la ‘apertura económica’, que requiere un ámbito constitucional distinto, operante, flexible.”(“No participamos de la Constituyente”, 30 de septiembre de 1990)

El fenómeno de revertir el modelo no quedaba circunscrito a Colombia. En Chile se había adelantado desde el régimen de Pinochet con la asesoría de los Chicago boys bajo la inspiración de Milton Friedman, el Papa del neoliberalismo. Aparecerían a un ritmo impresionante figuras extrañas en el ámbito latinoamericano, salidas del anonimato de la noche a la mañana, que tomarían las riendas para conducir el continente al abismo como los Fujimori y los Menem. En América Latina la ley ha sido la misma cuando Estados Unidos se propone con el chantaje del capital financiero imponer una política: de inmediato se calca en todo el continente. Era lo que ya Mosquera en 1990 planteaba: “Esta uniformidad de opiniones y conductas clama por un factor cohesionante que la dilucide, el señalamiento del poder superior que gobierna los poderes menores. Ese no es otro que Estados Unidos, cuyos dictámenes prevalecen en América Latina desde la época de la desmembración de Panamá y con una solvencia que jamás disfrutará en región alguna del globo. Ahora le urge afianzarse en su retaguardia continental, con el fin de hacerle frente a la guerra económica que le han declarado otras potencias.” (“Omnia consumata sunt”, 8 de noviembre de 1990)

Si la crisis económica que hoy vive el continente latinoamericano con índices de crecimiento negativo o porcentajes magros y ridículos no fuera generalizada, podría de pronto adjudicarse la peor crisis histórica de Colombia a otros factores, incluida la violencia que azota al país. Pero la raíz está ahí, en la apertura económica, preparada, planificada, diseñada y puesta en práctica bajo la imposición de Estados Unidos y plasmada en los preceptos de la Constitución de 1991. Por supuesto, ni la palabra neoliberalismo ni el término libre comercio, figuran en la Carta Magna que nos rige hoy. Pero toda la estructura de privatización, municipalización, inversión extranjera, libertad de capitales, libertad de endeudamiento, cambio de estructura del presupuesto nacional, organización de la banca central, atribuciones del Ejecutivo para el manejo de la economía, han sido la clave para imponer la nueva economía. Ya son diez años desde cuando se inició en Colombia. A pesar de los desastrosos resultados, no se detiene. Al contrario, cada día, siguiendo servilmente los dictados norteamericanos, resultan nuevas normas, nuevas políticas para profundizar un camino que nos lleva al abismo.

El 1° de mayo de 1992 Francisco Mosquera preveía ya este desastre ante las medidas entonces recién inauguradas con las puertas abiertas de la nueva Constitución: “Se equivocan los ilusos o los timoratos cuando atribuyen los gravísimos quebrantos de nuestra nación a otras causas aleatorias, mientras se agazapan tras paliativos engañosos con la inconfesable intención de capitular ante los enemigos de la patria. ¿No tiende acaso la tan zarandeada apertura la plena colonización de Latinoamérica? ¿No nos vaticina daños sin cuento, como las quiebras en la incipiente producción; la subasta de los bienes públicos; el apoderamiento de recursos, servicios y plantas fabriles por parte de los monopolios extranjeros; la supresión de las reivindicaciones laborales; los despidos sin tasa ni medida de los sectores público y privado; el endémico y doloroso espectáculo de las bautizadas ocupaciones informales; el establecimiento de las tenebrosas maquilas; la dolarización de la economía; la eliminación de aranceles junto a la consiguiente alza de los impuestos indirectos, antitécnicos y regresivos, y, en fin, la ruina con su rostro macabro?” (“Por la soberanía económica, resistencia civil”, Primero de mayo de 1992)

La introducción de un catálogo de derechos en la Constitución que ha servido para que muchos incautos sigan llenándola de loas, no fue sino un instrumento para que el pueblo colombiano aceptara el cambio y no se diera cuenta del modelo económico de apertura económica trágico para esta Nación tan vapuleada. Sus propulsores y autores han seguido tan campantes dirigiendo el país en alcaldías, gobernaciones, ministerios, burocracia estatal, congreso con esa carita de “yo no fui” como si nada hubiera pasado y ninguna responsabilidad les cupiera en el desastre que vivimos.

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