Por José Fernando Ocampo T, julio 30 de 2001

La Constitución aprobada el 4 de julio de 1991 había nacido antes, el 11 de marzo de 1990. Su nacimiento fue espurio, producto del formidable poder material, político e ideológico del Estado, de los extraordinarios intereses de la superpotencia norteamericana, de la inconsecuencia de los partidos tradicionales y el oportunismo de fuerzas políticas pretendidamente independientes, de manipulaciones sin cuento, en fin, de la desesperanza y la desesperación de un pueblo ansioso de cambios y engañado por su clase dirigente. Nadie como Francisco Mosquera avizoró en Colombia, en ese entonces, las consecuencias fatídicas que traería para el país la llamada nueva carta de navegación . En su respuesta a Ricardo Santamaría, coordinador ejecutivo para la Asamblea Constitucional de septiembre de 1990, en la que declinaba, en su calidad de Secretario General del MOIR, la invitación a participar en ella, afirmaba: “ningún sector, ni adentro ni afuera del país, conseguirá escapar a la tormenta que se nos avecina.” (“No participamos de la Constituyente”, 30 de septiembre de 1990) Se refería a la nueva etapa que se iniciaba en el país y el mundo.

El 11 de marzo el gobierno de Barco manipuló las elecciones para que la consulta liberal fuera ganada por el “santón” de César Gaviria, como lo denominó Mosquera, en las dos acepciones de la palabra, carácter que ha quedado demostrado por los hechos históricos de la tragedia colombiana. Ya nadie recuerda que los computadores de la Registraduría se vararon y los resultados electorales dejaron una estela de gran fraude; Yamid Amat utilizó el poder de la radio para inducir las preferencias de los electores, y el registrador Jaime Serrano Rueda se negó a anular los votos de la tristemente célebre “séptima papeleta” en pro de la asamblea constituyente. Rompiendo las normas y reglas del juego, el gobierno concedió toda clase de privilegios al M-19 para ganarse sus favores. Mosquera planteó en ese momento que Barco sumaba al grupo insurrecto para fortalecer a Gaviria, enterrar al conservatismo, cumplir con la apertura económica e instaurar el referendo y la constituyente. Y así fue. “La reforma de la Ley Fundamental había comenzado con su quebrantamiento”, (“El 27 de mayo, otro 11 de marzo”, 23 de mayo de 1990), sentenció.

Vinieron después el sondeo de la opinión sobre la convocatoria de la asamblea el 27 de mayo, el decreto 1926 sobre las elecciones para la Constituyente el 9 de diciembre y el fallo de la Corte Suprema de Justicia dándole vía libre a la utilización del Estado de Sitio para convalidar los cambios constitucionales. Algunos que antes habían luchado contra su aplicación figuraron entre quienes más pugnaron por acogerse a su utilización para hacer parte de la Asamblea. A todo esto lo denominó Mosquera un golpe de Estado. La Constitución de 1991 fue producto de un golpe de Estado sin sables ni fusiles.

Semejante tropelía no era ajena a los acontecimientos mundiales que se desarrollaban a una velocidad vertiginosa. Se desmoronó la Unión Soviética en el proceso de involución capitalista y Estados Unidos recuperó la iniciativa perdida en los asuntos internacionales. Era una variación, como anunciaba Mosquera, de ciento ochenta grados en el curso de las contradicciones a nivel mundial. Presagiaba, entonces, el advenimiento de una gran guerra económica, dividido el mundo ya no por dos, sino por cuatro y, tal vez, por cinco si China entraba en la confrontación. Así ha venido aconteciendo. China y Rusia se acercan para defenderse de la hegemonía estadounidense; Japón se aferra con todos los dientes a su zona de influencia en medio de una década de recesión; y Europa bajo la batuta de Alemania coaliga fuerzas para fortalecer su presencia mundial. . Por eso Mosquera profería esta admonición: “Los planteamientos de que, para salir del atraso y la pobreza, Colombia debe tomar parte resueltamente en el actual proceso de internacionalización de la economía, y sobre los cuales tanto se especula, son apenas ecos ideológicos de las agrias contiendas que libran las metrópolis por el control de los mercados.” (“El 27 de mayo otro 11 de marzo”, 23 de mayo de 1990)

América Latina, entre tanto, atraviesa por la segunda crisis económica en dos décadas. Nada ni nadie ha podido sacarla de allí. Cada vez la pobreza aumenta más y el atraso relativo de la economía en el concierto mundial es mayor. Una vez Estados Unidos consolidó su hegemonía en el escenario mundial por el hundimiento de la Unión Soviética, diseñó una estrategia tendiente a cohesionar su patio trasero, la cual obedecía a una anhelada ambición secular de convertir el continente en una zona de libre comercio. Se denominó la Iniciativa para las Américas y correspondía a la instauración de su “nuevo orden”. Hoy, casi una década después, el otro Bush, el junior, se apresta a poner en marcha el sueño de su padre, la Asociación de Libre Comercio de las Américas, ALCA. Mosquera anunció que las presiones recibidas por Belisario y por Barco por parte de la superpotencia de Occidente para desmontar los estímulos y la protección a nuestra actividad productiva, hacían parte de su propósito colonialista para enfrentar la feroz competencia de Europa y Japón. De nuevo así ha sucedido y ha salido triunfante a costa del atraso y la miseria latinoamericana. Sólo que ha chupado tanto el néctar, que le ha sobrevenido una crisis de superproducción, porque no hay quien compre sus mercancías ni pague el costo de sus capitales. Endeudó estos países hasta el punto de que ya no dan más. “En relación con Latinoamérica” afirmaba Mosquera, “ya verán sus numerosos habitantes hasta donde los empréstitos han sido el origen de sus daños pasados como de sus males futuros” (“Omnia consumata sunt” 8 de noviembre de 1990)

La utilización de la omnipotencia del Estado, la manipulación sin cuento a que fue sometido el pueblo colombiano, el oportunismo demostrado por las fuerzas políticas que se embarcaron en la Constituyente, tuvieron ese escenario, el de una etapa histórica aprovechada a plenitud por el capital financiero norteamericano y calamitosa para Colombia y las demás naciones del continente. El golpe de Estado que significó la imposición de la Asamblea Constitucional no fue sino una variación de la misma táctica empleada durante un siglo por los gringos para instaurar regímenes dictatoriales a su gusto, ahora convertida en normas jurídicas de fachada democrática implantadas por métodos totalmente antidemocráticos. De un nacimiento como ese no podía salir nada distinto a la crisis que en todos los ordenes hoy atraviesa Colombia.

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