Las siguientes son citas textuales del libro de Joseph Stiglitz El malestar en la globalización. Esta obra tiene el encanto de haber sido escrita por quien es uno de los más reputados economistas norteamericanos, hasta el punto de haber ganado el Premio Nobel de Economía en el año 2001, haber sido presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton, y haber trabajado tres años en el Banco Mundial, donde fue Economista Jefe y Vicepresidente Senior entre 1997 y 2000. Los subtítulos son de El Usuario.
El autor explica que escribió la obra porque “en el Banco Mundial comprobé de primera mano el efecto devastador que la globalización puede tener sobre los países en desarrollo, y especialmente sobre los pobres en esos países”.
Privatizaciones y corrupción:
“La retórica del fundamentalismo del mercado afirma que la privatización reducirá lo que los economistas denominan la «búsqueda de rentas» por parte de los funcionarios, que o bien se quedan con parte de los beneficios de las empresas públicas o conceden contratos y empleos a sus amigos. Pero, al contrario de lo que supuestamente iba a lograr, la privatización ha empeorado las cosas tanto que en muchos países se la denomina irónicamente «sobornización». Si una Administración es corrupta, hay escasas evidencias de que las privatizaciones resolverán el problema. Después de todo, el mismo Gobierno corrupto que manejó mal la empresa es el que va a gestionar la privatización. En un país tras otro, los funcionarios se han percatado de que las privatizaciones significan que ya no tienen por qué limitarse a la apropiación anual de los beneficios. Si venden una empresa pública por debajo del precio de mercado, pueden conseguir una parte significativa del valor del activo, en vez de dejarlo para administraciones subsiguientes. De hecho, pueden robar hoy buena parte de lo que se apropiarían los políticos en el futuro. De modo muy poco sorprendente, se manipula el proceso de privatización para maximizar la suma de lo que los ministros del Gobierno podían embolsarse, y no la suma que podía aportar el Tesoro público, y mucho menos la eficiencia general de la economía”.
Imposiciones imperialistas:
“A los países en desarrollo les irrita especialmente este doble rasero (se refiere al que aplican las potencias), porque las hipocresías y desigualdades cuentan con una larga historia. En el siglo XIX las potencias occidentales —muchas de las cuales se habían desarrollado gracias a políticas proteccionistas— habían impuesto tratados comerciales injustos. Acaso el más ultrajante fue el de la Guerra del Opio, cuando el Reino Unido y Francia se confabularon contra la débil China y, junto con Rusia y EE UU, la forzaron, por el Tratado de Tientsin de 1858, no sólo a realizar concesiones comerciales y territoriales, para garantizar que exportaría los bienes que Occidente deseaba a precios bajos, sino también a abrir sus mercados al opio, lo que llevó a la adicción a millones de chinos (cabría denominar a esto un enfoque casi diabólico de la «balanza comercial»). Hoy no se fuerza la apertura de los mercados emergentes con la amenaza del uso de la fuerza militar sino a través del poder económico, a través de la amenaza de sanciones o de la retirada de la ayuda en momentos de crisis. Aunque la Organización Mundial de Comercio era el foro donde se negociaban los acuerdos comerciales internacionales, los negociadores estadounidenses y el FMI a menudo insistieron en ir más allá y acelerar el ritmo de la liberalización comercial. El FMI insiste en este ritmo acelerado de la liberalización como condición de su ayuda —y los países ante una crisis no tenían más elección que acceder a sus demandas—.
Cuando EE UU actúa unilateralmente y no al amparo del FMI las cosas son aún peores. El Representante de Comercio de EE UU, el Departamento de Comercio, a menudo aguijoneado por intereses creados norteamericanos, acusa a un país extranjero; se sucede entonces un proceso de revisión —que sólo involucra al Gobierno estadounidense— y una decisión adoptada por EE UU, y a continuación se imponen sanciones al país ofensor. Los Estados Unidos aparecen como fiscal, juez y jurado. El proceso es casi judicial, pero las cartas están marcadas: tanto las reglas como los jueces favorecen un veredicto de culpabilidad. Cuando este arsenal se emplea contra otros países industrializados, Europa y Japón, ellos cuentan con recursos para defenderse, pero en el caso de los países subdesarrollados, incluso los grandes como India o China, la lucha no es justa”.
Los capitales “Golondrina”:
“Si la prematura y mal manejada liberalización comercial fue perjudicial para los países subdesarrollados, en muchos sentidos la liberalización del mercado de capitales fue incluso peor. Esta liberalización lleva consigo eliminar las regulaciones que pretenden controlar el flujo de dinero caliente hacia —y desde— los países, contratos y préstamos a corto plazo que habitualmente no son más que apuestas sobre los tipos de cambio. Este dinero especulativo no puede utilizarse para construir fábricas o crear empleos —las empresas no acometen inversiones a largo plazo con unos fondos que pueden ser retirados en un abrir y cerrar de ojos— y en realidad el riesgo que dicho dinero caliente implica hace que resulte menos atractivo realizar inversiones a largo plazo en un país subdesarrollado. Los efectos adversos sobre el crecimiento son aún más intensos. Para manejar los riesgos vinculados con esos volátiles flujos de capitales, se suele aconsejar a los países que aparten de sus reservas una suma igual a sus préstamos a corto plazo denominados en divisas. Con objeto de apreciar lo que esto implica supongamos que una empresa en un pequeño país subdesarrollado acepta un crédito a corto plazo de un banco norteamericano por 100 millones de dólares a un interés del 18 por ciento. Una política prudente por parte del país requeriría aumentar las reservas en 100 millones. Las reservas generalmente se tienen en Letras del Tesoro de EE UU, que pagan un 4 por ciento. La verdad es que el país simultáneamente pide prestado a EE UU a un 18 por ciento, y le presta a EE UU a un 4 por ciento. El país en su conjunto no tiene más recursos disponibles para invertir. Los bancos estadounidenses cosechan un jugoso beneficio y EE UU globalmente gana 14 millones de dólares anuales en intereses. Lo difícil es ver cómo esto permite al país en desarrollo crecer más rápidamente. Así expuesto, el asunto no tiene sentido. Hay un problema adicional: un desajuste de incentivos. Con la liberalización de los mercados de capitales los que deciden pedir fondos a corto plazo a los bancos norteamericanos son las empresas del sector privado del país, pero el que debe ajustar sus reservas para preservar una posición prudente es el Estado”.
Inversión extranjera directa:
“Cuando llegan las empresas extranjeras a menudo destruyen a los competidores locales, frustrando las ambiciones de pequeños empresarios que aspiraban a animar la industria nacional. Hay muchos ejemplos de esto. Los fabricantes de refrescos en todo el mundo han sido arrollados por la irrupción en sus mercados de la Coca-Cola y la Pepsi. Los fabricantes locales de helados han visto que no pueden competir con los productos de Unilever.
Una forma de pensar sobre esto es recordar la controversia entre las cadenas de grandes almacenes y las tiendas. Cuando Wal Mart se instala en una comunidad, son frecuentes las protestas de las empresas locales, que temen —con razón— ser desplazadas. A los tenderos les preocupa no ser capaces de competir con Wal Mart, cuyo poder de compra es enorme. A la gente que vive en los pueblos le preocupa lo que puede suceder con la personalidad de la comunidad si se acaba con todas las tiendas del lugar. Esas mismas inquietudes son mil veces más intensas en los países subdesarrollados. Tales alarmas son legítimas, aunque es menester recordar que si Wal Mart tiene éxito es porque suministra bienes a los consumidores a precios más bajos. El suministro más eficiente de bienes y servicios a los ciudadanos pobres de los países en desarrollo es sumamente importante, dado lo cerca que viven del nivel de subsistencia.
Pero los críticos plantearon varios puntos. En ausencia de leyes estrictas sobre la competencia —o de una aplicación efectiva de las mismas—, una vez que la empresa internacional expulsa a los competidores locales, emplea su poder monopólico para subir los precios. Los beneficios de los precios bajos fueron efímeros”.
La banca extranjera:
“Otro campo donde las empresas extranjeras han abrumado a las nacionales es la banca. Los grandes bancos norteamericanos pueden brindar a los depositantes más seguridad que los pequeños bancos locales (salvo que el Estado organice un seguro para los depósitos). El Gobierno de EE UU ha insistido en la apertura de los mercados financieros en los países en desarrollo. Las ventajas son claras: una mayor competencia puede dar lugar a mejores servicios. La fuerza de los bancos extranjeros puede propiciar la estabilidad financiera. Pero la amenaza que la banca extranjera representa para la local es real. Hubo un amplio debate en EE UU sobre el mismo tema. La banca nacional fue objeto de resistencias (hasta que la Administración de Clinton, bajo la influencia de Wall Street, revirtió la posición tradicional del Partido Demócrata), por miedo a que los fondos fluyeran hacia los grandes centros monetarios, como Nueva York, dejando a las zonas distantes sin los fondos que necesitaban. Argentina demuestra los riesgos que conlleva la banca extranjera. En ese país, antes del colapso de 2001, la banca nacional había llegado a ser dominada por bancos extranjeros, y aunque éstos proveen fácilmente de fondos a las multinacionales, y también a las grandes empresas del país, las pequeñas y medianas se quedaron sin capital. Los criterios —y las bases de información— de los bancos internacionales estriban en prestar a sus clientes tradicionales. Puede que al final se expandan hacia otros nichos, o que surjan nuevas entidades financieras para cubrir esa brecha. Y la falta de crecimiento —al que contribuyó la falta de financiación— fue clave en el colapso del país. En Argentina este problema era ampliamente reconocido; el Gobierno adoptó unas medidas tímidas para llenar la brecha del crédito. Pero la financiación pública no podía compensar el fallo del mercado.
Bolivia es otro ejemplo de cómo los bancos extranjeros contribuyeron a la inestabilidad macroeconómica. En 2001 un banco extranjero muy importante en la economía boliviana decidió, dados los mayores riesgos globales, contener sus préstamos. El cambio súbito en la oferta de crédito empujó a la economía hacia la recesión aún más de lo que ya estaban logrando la caída en los precios de los productos primarios y la desaceleración económica global”.
Transnacionales y sobornos:
“El financiero no es el único campo en el que la inversión extranjera directa ha sido una ambigua bendición. En algunos casos, los nuevos inversores persuadieron (muchas veces con sobornos) a los Gobiernos para que les concedieran privilegios especiales, como protección arancelaria. En muchos casos los Gobiernos norteamericano, francés o de otros países industrializados avanzados presionaron, reforzando la noción de los países en desarrollo de que era perfectamente correcto que las autoridades intervinieran en el sector privado y presumiblemente cobraran de él… Cuando el Secretario de Comercio de EE UU, Ron Brown, viajaba al exterior, lo acompañaban empresarios estadounidenses que buscaban contactar con esos mercados emergentes y entrar en ellos. Presumiblemente, las posibilidades de conseguir un asiento en el avión aumentaban si uno realizaba contribuciones significativas a la campaña.
En otros casos, se pedía que un Gobierno contrapesase la influencia de otro. En Costa de Marfil, mientras Francia apoyaba las intenciones de Telecom de excluir la competencia de una empresa de telefonía celular independiente (norteamericana), EE UU presionó a favor de la firma americana. Pero en muchos casos, los Gobiernos fueron más allá de lo que era razonable. En Argentina, los franceses presionaron para modificar las condiciones de la concesión de una empresa de aguas (Aguas Argentinas), después de que la sociedad matriz gala (Suez Lyonnaise) que había firmado los acuerdos comprobó que eran menos rentables de lo que había pensado.
Quizá lo más preocupante fue el papel de los Gobiernos, incluido el estadounidense, al forzar a las naciones a cumplir compromisos que eran sumamente injustos para los países en desarrollo y demasiadas veces llevaban la firma de autoridades corruptas. En Indonesia, en la reunión de los líderes de la APEC (Cooperación Económica Asia-Pacífico) en Yakarta en 1994, el presidente Clinton animó a las empresas norteamericanas a invertir en Indonesia. Muchas lo hicieron, y a menudo en condiciones sumamente favorables (con indicios de que la corrupción «engrasó las ruedas», en perjuicio del pueblo indonesio). Análogamente, el Banco Mundial estimuló acuerdos con el sector privado allí y en otros países, como Pakistán. Estos contratos incluían cláusulas por las que el Estado se comprometía a comprar grandes cantidades de electricidad a precios muy altos (las llamadas cláusulas de acuerdo firme de compra). El sector privado se llevaba los beneficios y el Estado asumía el riesgo. Ya de por sí eran una cosa mala. Pero cuando los Gobiernos corruptos fueron derrocados (Mohamed Suharto en Indonesia en 1998, Nawaz Sharif en Pakistán en 1999), la Administración estadounidense presionó a los Gobiernos ulteriores para que cumplieran los contratos y no suspendieran los pagos, o al menos que renegociaran los términos de los contratos. Hay una larga historia de contratos «injustos» cuyo cumplimiento fue forzado por las autoridades occidentales.
La lista de las legítimas reclamaciones contra la inversión extranjera directa tiene más aspectos. Dicha inversión a menudo sólo florece merced a privilegios especiales arrancados a los Estados. La economía convencional se centra en las distorsiones de incentivos a que dichos privilegios dan lugar, pero hay una faceta aún más insidiosa: esos privilegios con frecuencia son el resultado de la corrupción, del soborno a funcionarios del Gobierno. La inversión extranjera directa sólo llega al precio de socavar los procesos democráticos. Esto es particularmente cierto en las inversiones en minería, petróleo y otros recursos naturales, donde los extranjeros tienen un incentivo real para obtener concesiones a precios bajos”.
La “mano invisible”:
“Pero las políticas del Consenso de Washington se fundaban en un modelo simplista de la economía de mercado, el modelo de equilibrio competitivo, en el cual la mano invisible de Adam Smith opera y lo hace a la perfección. Como en este modelo el Estado no es necesario —o sea, los mercados «liberales», sin trabas, funcionan perfectamente— las políticas del Consenso de Washington son a veces denominadas «neoliberales» o «fundamentalismo del mercado», resurrección de las políticas de laissez faire que fueron populares en algunos círculos en el siglo XIX. Tras la Gran Depresión y el reconocimiento de otros fallos en el sistema de mercado, desde la desigualdad masiva hasta ciudades invivibles sumidas en la contaminación y la decadencia, esas políticas de libre mercado han sido ampliamente rechazadas en los países industrializados más avanzados, aunque sigue vivo el debate sobre cuál es el equilibrio apropiado entre el Estado y el mercado”.
Otros daños:
“Los errores descritos en la liberalización comercial y del mercado de capitales, y en la privatización, son errores de secuencia a gran escala. Los errores en pequeña escala apenas son noticia en los periódicos occidentales. Constituyen tragedias cotidianas de las políticas del FMI que afectan a los ya desesperados pobres del mundo subdesarrollado. Por ejemplo, muchos países tienen juntas de comercialización que compran productos a los agricultores y los comercializan local e internacionalmente. Son a menudo fuente de ineficiencia y corrupción, y los agricultores perciben sólo una fracción del precio final. Aunque tiene poco sentido que el Estado acometa esta actividad, si la abandona precipitadamente ello no significa que de modo automático surja un sector privado vibrantemente competitivo.
Varios países de África Occidental suprimieron las juntas de comercialización por presión del FMI y el Banco Mundial. En algunos casos eso pareció funcionar bien, pero en otros, cuando fue eliminada la junta de comercialización, se impuso un sistema de monopolios locales. El capital limitado restringía la entrada en este mercado. Pocos agricultores podían permitirse comprar un camión para llevar su producción al mercado. Dada la falta de bancos, tampoco podían endeudarse para conseguir los fondos necesarios. En algunos casos, la gente se las ingenió para conseguir camiones y transportar sus bienes, y el mercado al principio funcionó bien; pero después este lucrativo negocio se convirtió en origen de la mafia local. En cualquier circunstancia, los beneficios netos prometidos por el FMI y el BM no se concretaron. La recaudación fiscal disminuyó, los campesinos no mejoraron y sólo un puñado de empresarios locales (mafiosos y políticos) prosperaron notablemente”.