Luis Fernando González Escobar*, UN Periódico, noviembre 26 de 2020
La imagen publicada en el periódico El Espectador muestra a un residente de la isla de Santa Catalina –luego del paso arrasador del huracán Iota– le señala al presidente de la República Iván Duque un punto de su casa semidestruida en medio de un paisaje de escombros. Por la composición de la casa, el punto señalado supone el lugar donde se mantuvo intacta, pese a las ráfagas de viento del huracán, una estatua de la Virgen María. Al presidente, con sus gafas oscuras y el tapabocas bien puesto, le “llamó la atención” que la imagen no hubiera sucumbido al desastre, y dicen que expresó: “lo cierto es que esa imagen es poderosa y vemos la fe, resiliencia y gran capacidad que tiene la comunidad para afrontar estas circunstancias”1.
Y así nos la pasamos en este país: encontrando señales divinas en los muros enmohecidos, estatuaria popular en medio de escombros y alzando imágenes que alivien el dolor de las víctimas. Eso está bien como una de las maneras de las comunidades para calmar su dolor y pérdida, y a la vez encontrar cierto consuelo en medio de su desolación y olvido. Tal vez no podamos condenar esos actos de fe, pero no deja de ser un gesto cínico y de puro populismo gubernamental mostrarlo como un acto de resiliencia.
Pretender que una persona salga indemne, se supere y procese de manera adecuada después de vivir esa experiencia traumática con estas invocaciones icónicas católicas, y seguir viviendo en unas islas con condiciones de alto riesgo cada vez más creciente, no deja de ser otra manera de aligerar las cargas y responsabilidades de Gobiernos que han dejado de lado sus responsabilidades en términos de políticas e intervenciones para la prevención de los impactos de este tipo de fenómenos.
Desde mediados del siglo XIX existen registros de las tormentas que de manera peligrosa se acercaban a las islas de San Andrés y Providencia, lo cual se hizo más evidente en 1996 y 1998, cuando por el sur pasaron los huracanes Cesar-Douglas y Joan; pero ya en octubre de 2005 el huracán Beta había advertido sobre los cambios de rutas y efectos sobre las islas con los daños causados a la quinta parte de las viviendas de la isla.
Pero si en vez de mirar las imágenes religiosas a posteriori se miraran las imágenes satelitales y cartográficas de los cambios de rutas, se entendería sobre el aumento del número de eventos, la mayor intensidad y la multiplicación de sus efectos en los últimos decenios producto del cambio climático, como lo han advertido los investigadores del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático. Por lo mismo, tal vez tendríamos un panorama menos desolador, o al menos tendríamos efectos adversos menores, y también mayor capacidad de atención y recuperación, lo mismo que menos traumas para calmar con la simple fe.
Decir de manera ligera que no se podía prever un huracán de categoría 5 como el que se presentó, y menos su transformación en un periodo tan corto, como afirmó el presidente ante las críticas, no deja de ser sofismas de distracción o un artilugio retórico ante las demandas de sistemas de prevención reales y eficientes, no de papel, la ausencia de verdaderos planes de adaptación al cambio climático que se sigue mirando como una cosa lejana y no de tiempo presente, y la falta de inversión en investigación y tecnología para monitoreo y pronóstico, como dijeron los expertos del Panel en su estudio de junio de 2020.
Es claro que, en vez de acogernos a la ciencia y la investigación para salvar la vida, los recursos y el patrimonio de la gente, nuestros dirigentes se aferran a los milagros, a las estampitas y las imágenes, mientras van haciendo el simulacro de atención para las cámaras, repartiendo dádivas y llamando la solidaridad posdesastre.
Notas:
*Profesor asociado de la Escuela de Hábitat, Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional de Colombia (UNAL) Sede Medellín.