Cuando a finales de los años ochentas, desde el Consenso de Washington, se impulsaron en América Latina las reformas neoliberales, se establecieron algunos dogmas como que el comercio exterior iba a ser la fuente principal de riqueza de las economías o como que el ingreso de capitales extranjeros, provenientes de las principales potencias del mundo, encabezadas por Estados Unidos, generaría formación de capital propio en las naciones más pobres.

Esos dos postulados se acompañaron de otro, considerado como eslabón clave del modelo: que el bienestar social alcanzaría mayores niveles si se despojaba al Estado de dicha responsabilidad y se la trasladaba a agentes privados; los cuales, a través de la competencia de mercado capitalista, lograrían una prestación más eficiente de los servicios públicos domiciliarios y de áreas esenciales como la educación, la salud y la seguridad social.

El “revolcón” gavirista consistió en adecuar las instituciones a estos preceptos del catecismo neoliberal. Para ello se dieron la Reforma Constitucional de 1991 y las leyes correspondientes, entre las que se destacan la Ley 100, relacionada con la seguridad social, la Ley 50, la de reforma laboral, y las conocidas Ley 142 y 143, relativas a los servicios públicos domiciliarios y al sector energético, todas con claros lineamientos privatizadores.
A los concejos municipales, a las asambleas departamentales y al Congreso de la república se llevaron los proyectos que organizaban a las respectivas empresas de energía, telecomunicaciones, aseo y acueducto y alcantarillado como negocios individuales abiertos a la subasta o a la participación del capital privado. En ciudades como Pereira, donde los servicios públicos habían sido prestados de manera integral por una sola entidad, ésta fue dividida en varias “áreas de negocios” autónomas, con la consecuente alza de las tarifas que significaba costear administraciones individuales para cada una de ellas. Para el servicio de acueducto, en el caso del estrato cuatro de esa ciudad, por ejemplo, el valor del metro cúbico básico subió, entre 1996 y 1999, en más de un 600 por ciento (!)
Pero no sólo lo anterior. En la medida en que el proceso de privatización fue avanzando, los capitales foráneos fueron tomando cada vez mayor control de las empresas de servicios públicos domiciliarios. Un balance de lo sucedido en ese campo se puede sacar de los registros de inversión extranjera en el país durante la década de los noventa. En el cuadro adjunto puede verse que en diez años la inversión extranjera, excluyendo el petróleo, creció en 17.359 millones de dólares, y que el 25 por ciento de esa cifra corresponde a servicios públicos, fundamentalmente en operaciones de acueducto y energía. Así mismo, hay un crecimiento de más de 1.500 millones de dólares en comunicaciones y afines, todo lo cual permite asegurar que casi una tercera parte de la inversión extranjera en Colombia en la última década se ha dirigido a diversas áreas del sector de servicios públicos domiciliarios.

Pero eso no es sólo lo más grave. Lo peor es que, como lo han denunciado personas como Eduardo Sarmiento o el mismo Contralor General de la República, Carlos Ossa Escobar, la inversión hecha ha sido con base en la apropiación a menos precio de las empresas que eran patrimonio público y con altísimas tasas de descuento y rentabilidad al ser negocios protegidos por una legislación que les garantiza su autocosteabilidad con muy bajo riesgo.

Son conocidas las denuncias sobre las ventas de Termocartagena y Termotasajero, efectuadas en 1996, por menos de 30 millones de dólares y Betania y EPSA que se transaron por menos de 500 millones de dólares, con todo lo cual se entregaba una buena parte de la generación eléctrica del país. El caso del obligatorio arrendamiento de Telecom de sus sistemas a los operadores privados 005 y 007, ilustran cómo las inversiones de los gringos y demás son, antes que fuentes creadoras de riqueza y progreso, mecanismos para captar rentas monopolísticas con poco capital inicial y bajo riesgo, “negocio de burro amarrado”, al decir del común.

Recién se ha debatido con mayor intensidad los casos de la venta de la Empresa de Energía de Bogotá y también la de teléfonos, la ETB. En el primer caso se sabe que, luego de adjudicarse la venta a un consorcio internacional por 2.100 millones de dólares, se le devolvieron 500 millones y, como lo denunció el exalcalde Jaime Castro, con ese dinero el mismo consorcio pensaba quedarse con la Telefónica. Para no hablar de EPM, la empresa modelo, la que se ha venido quedando con las empresas de telecomunicaciones de Pereira y Manizales, a través de créditos internacionales, con lo cual la operación de compra se convierte en una forma de renta para el financista internacional que “apalanca” la operación. Plata para todos por cuenta de los usuarios.

Se trata en todos los casos de materializar una operación financiera por la vía del reparto de las utilidades, y haciendo lo mismo que antes hacían las empresas públicas pero a mayor costo. Las nuevas inversiones para la modernización de los servicios no vendrán de parte de los propietarios privados cuya principal preocupación es maximizar sus beneficios. Así la privatización quedó en fuente de especulación, a nombre de la eficiencia privada y a cargo del bolsillo del pueblo.

Como si todo lo anterior fuera poco, el gobierno de Andrés Pastrana convino con el FMI la venta al sector privado mundial de las electrificadoras regionales como la CHEC y de dos de las pocas joyas que nos quedan: ISA e ISAGEN. Este gobierno, como sus antecesores, continua el desvalijamiento del ahorro del país, para destinarlo al pago de las deudas de la hacienda nacional, ocasionadas no propiamente mejorando la calidad y abaratando los servicios públicos. De tal modo ese camino vergonzoso de descapitalización del patrimonio nacional le causará al país una lesión enorme de la que difícilmente se repondrá.

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