Hay que estar ciego para no darse cuenta de que muchas de las normas sobre el cuidado del medio ambiente definidas por el Estado colombiano solo pueden aplicarse si se recurre al capital financiero internacional y al aumento del hambre de millones de compatriotas.

Como el capital financiero que se mueve por el mundo no da puntada sin dedal, algún secreto debía tener el reciente interés del gobierno norteamericano y de los restantes países desarrollados en el medio ambiente de los atrasados. Bien curioso fue que, de un día para otro, los reclamos de los medioambientalistas, hasta ese momento estigmatizados como hipies depistados por los poderes establecidos, terminaran siendo de buen recibo y, más aún, dando pie a la creación de ministerios y a la expedición de leyes y decretos. Luego de que el presidente norteamericano, George Bush, en la Conferencia de Río de Janeiro trazara la línea, todos los gavirias del mundo, en un santiamén, se convirtieron en los campeones del aire puro, de las aguas limpias, de las flores y los pajaritos, preocupación de suyo sospechosa porque, a la par con estas supuestas sensibilidades, adoptaron el catecismo neoliberal, credo que, como se sabía y demostró la experiencia, ha generado la peor agresión medioambiental que pueda concebirse: la de sumir en la pobreza y la miseria a miles de millones de seres humanos.

No es casual, entonces, que en torno a la descontaminación de las aguas y de la disposición de las basuras, entre otros sectores, se haya legislado sin ninguna consideración por las realidades económicas nacionales, aún a costa de golpear sectores productivos incapaces de pagar los estándares ambientales impuestos desde el extranjero y de empobrecer aún más a la gente con las mayores alzas en las tarifas, a partir de medidas evidentemente desproporcionadas y carentes de toda sustentación científica. Tampoco es casual que detrás de cada política medioambiental se muevan los tiburones del capital financiero internacional a la caza de oportunidades en donde colocar sus créditos de usura, sus tecnologías —que en muchos casos no pasan de ser evidentes estafas— y sus insumos químicos, y de apoderarse de la operación de las plantas de tratamiento, todo precisamente enmarcado dentro de las políticas de privatización imperantes. A estas alturas hay que estar ciego para no darse cuenta de que muchas de las normas sobre el cuidado del medio ambiente definidas por el Estado colombiano solo pueden aplicarse si se recurre al capital financiero internacional y al aumento del hambre de millones de compatriotas, dadas las altas inversiones que requieren su cumplimiento. En la edición Nº 3 de El Usuario se transcribieron apartes de un artículo de la revista Fortune Americas del 16 de mayo del 2000, en el que se saborean porque en la privatización del agua en el mundo hay en juego 400 mil millones de dólares anuales y porque en el negocio de descontaminarla “el motor es la legislación”.

Algunos de los casos más aberrantes de lo que viene ocurriendo en Colombia ilustran lo expresado. Porque así lo exige la ley sobre medio ambiente, todos los municipios del país deberán instalar plantas de tratamiento de aguas residuales, necesítense o no se necesiten. A Bogotá —una ciudad en la que decenas de miles de familias no tienen acueducto ni alcantarillado—, se le impuso construir tres plantas de tratamiento. La primera, inaugurada hace poco y entregada en concesión a la compañía Degremont, subsidiaria de Suez Lyonnaise des Eaux, la más grande empresa de aguas del mundo, costó 200 millones de dólares, su operación anual costará 60 mil millones de pesos y solo debe remover —lo que está para verse— el 9 por ciento de la contaminación. Y en las dos que faltan habrá que invertir otros 800 millones de dólares, lo que elevará las tarifas en otro 20 por ciento (Editorial de El Tiempo, 20 de septiembre de 2000). A su vez, en la capital de Caldas habrá que construir cuatro plantas, a un costo, en pesos de 1998, de 140 mil millones, lo que impondría entregárselas por concesión al capital extranjero y duplicaría las tarifas de acueducto. Cómo será de absurda la norma que la asociación de empresas de acueducto y alcantarillado de Colombia la tiene demandada y que ese neoliberal por antonomasia que es el alcalde Peñalosa se ha negado a continuar con las obras planeadas y armó un pequeño alboroto al referirse a los términos de la contratación de la planta de tratamiento.

Apoyados en las normas vigentes, en la alcahuetería de algunos polítiqueros y en la voracidad propia de la empresa privada, Emas, la empresa de aseo de Manizales, logró imponerles a más de una docena de municipios de Caldas tener que pagar los costos de transportar sus basuras —en viajes redondos de 60 y más kilómetros (!)— hasta el relleno sanitario de Manizales. Y en los graves problemas financieros de las Empresas Públicas de Cali tiene un peso determinante la deuda de 465 mil millones de pesos que tienen origen en el crédito de 100 millones de dólares que se contrató para la construcción de la Planta de Tratamiento de Aguas Residuales (Portafolio, 27 de septiembre de 2000).

De otra parte, a los empobrecidos caficultores de los cinco municipios del centro del departamento de Caldas les exigen hasta hacer control de lixibiados en sus beneficiaderos de café y les decretaron la llamada Tasa Retributiva, que no es otra cosa que un impuesto por contaminar el río Chinchiná, a pesar de que en ese afluente caen las aguas negras de Manizales, tiene una alta contaminación por aluminio porque en su cabecera desemboca la quebrada Termales, ninguna población surte su acueducto en él, cae unos pocos kilómetros abajo en el Cauca y no existe ningún estudio específico que diga qué tan grave es su contaminación, por qué hay que reducirla y en qué proporciones.

Y no es que se carezca de una actitud democrática que impida comprender que los colombianos y la humanidad deben preocuparse por la suerte de la naturaleza del país y del planeta en que habitan. Pero en este asunto, como en todos los demás que tengan que ver con lo económico y lo social, hay que hacer análisis concretos, hay que partir de aceptar que el capital tiene como única razón de ser obtener ganancias y hay que reconocer, como lo señalara Henry Kissinger, “lo que se denomina globalización es en realidad otro nombre para el papel dominante de los Estados Unidos”. Si por algo debemos luchar los colombianos, incluidos los que dedican su vida a preocuparse por los problemas del medio ambiente, es por dejar de ser los remeros de la balsa que conducen los monopolistas norteamericanos y sus cipayos, pues solo así, de manera soberana y con estricto apego a la ciencia y a las realidades nacionales, podrán determinarse las políticas que requiere nuestra nación para cuidar su medio ambiente y alcanzar su auténtico progreso.

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