Es fácil entender que quienes han logrado integrar sus negocios con los del capital extranjero o han conseguido altos cargos en las transnacionales o pertenecen a la alta burocracia estatal que ejecuta sus políticas, no tengan interés en modificar lo que ocurre e insistan en ocultar las verdaderas causas de la hambruna nacional
Lo llamativo sí es, en cambio, que tantos colombianos aún no entiendan las causas del desastre y, peor aún, sigan soñando con que al país lo van a salvar los monopolistas gringos, los mismos diseñadores y benefiaciarios de la celada.

Ya es un lugar común señalar que el desastre de la economía colombiana es el peor de su historia y que, de seguir las cosas como van, todavía falta lo peor. Algunos hechos ilustran la coincidencia. En el aparato económico nacional hay dos situaciones: su sector no monopolista está desapareciendo arruinado por la competencia externa y la crisis de la economía, en tanto los monopolios, bien sean públicos o privados, están siendo adquiridos a menos precio por el capital extranjero. La deuda del Estado es tanta que, según no se cansa de repetir el ministro de Hacienda, ya en el exterior nadie le presta, salvo los más puros especuladores financieros, quienes se cobran su audacia con tasas de interés confiscatorias. La inversión estatal se convirtió en una especie en vías de extinción porque por más que se reduzca la nómina hasta sus más extremos límites y se esquilme a la nación con más impuestos, el pago de la deuda pública externa e interna no permite reducir el déficit fiscal. La tasa de ahorro nacional, incluida la privada, el principal indicador para saber si un país se desarrolla o no, se halla al nivel de los más inviables países africanos. La salud y la educación son cada vez más artículos de lujo, solo al alcance de los que puedan pagarlos, quienes son cada vez menos porque en las estadísticas oficiales el desempleo abierto hace rato pasó del 20 por ciento y el empleo informal superó el 60 por ciento y porque los colombianos clasificados como pobres llegan a 23 millones, con 13 millones de paupérrimos entre ellos.

Al mismo tiempo, los compromisos de la administración Pastrana con el Fondo Monetario Internacional y en el Plan Colombia señalan que, pase lo que pase, no se le modificará una coma a las orientaciones neoliberales. Y este hecho, aparentemente absurdo, no debiera sorprender a nadie porque, bien vistas las cosas, la apertura y la privatización no son una equivocación sino una conspiración, destinadas a favorecer al capital extranjero y, especialmente, al norteamericano. Basta mirar lo que ocurre, en contraste, con la economía de Estados Unidos, que disfruta del período de expansión más largo de su historia. Lo llamativo sí es, en cambio, que tantos colombianos aún no entiendan las causas del desastre y, peor aún, sigan soñando con que al país lo van a salvar los monopolistas gringos, los mismos diseñadores y benefiaciarios de la celada.

Pero la confusión de tantos también puede explicarse. La rapacidad neocolonial es camuflada, a diferencia de la del colonialismo de los viejos imperios que por definición excluía de los frutos de la dominación a todos los nativos, que ejercía su poder mediante la ocupación militar y que tomaba disposiciones tan irritantes como la de los españoles en América de prohibir que los criollos ejercieran cargos directivos en la administración pública. De ahí que el neocolonialismo tenga entre sus principales características, primero, ejercerse a través de clases o sectores de la nación dominada que se lucran de esa dominación o que, por lo menos, puedan aislarse así sea en parte de sus peores efectos y, segundo, trabajar muy duro en lo ideológico, con el obvio propósito de controlar las mentes de las mayorías expoliadas. Es fácil entender que quienes han logrado integrar sus negocios con los del capital extranjero o han conseguido altos cargos en las transnacionales o pertenecen a la alta burocracia estatal que ejecuta sus políticas, no tengan interés en modificar lo que ocurre e insistan en ocultar las verdaderas causas de la hambruna nacional. Éstos no solo han logrado colocarse en una situación en la que les va bien aunque a la nación le vaya mal, sino que, incluso, les va mejor si al país le va peor. Y entre ellos también se hallan hasta algunos que han sido cooptados por la orientación de Clinton de “convertir en socios constructivos a los que protestan” contra el neoliberalismo.

Al resto de la nación, el imperialismo se esfuerza por controlarle su consciencia, lavado cerebral que ejecutan, principalmente, los criollos asociados en la dominación. Por ello, la minoría dominante ha explicado el atraso nacional con todo tipo de teorías, desde las más “ilustradas” hasta las más estúpidas, pero, siempre, negando cualquier relación con las medidas neocoloniales impuestas por los Estados Unidos. A tanto ha llegado lo que pareciera un despropósito, que no es sorprendente encontrar textos de centenares de páginas sobre la historia económica de Colombia que ni siquiera mencionan las políticas norteamericanas y, mucho menos, explican cómo es que esas políticas, que se padecen desde hace casi un siglo, benefician, al mismo tiempo, a los imperialistas y a la nación colombiana. Inclusive, ay de aquél que se atreva a responsabilizar al Imperio de la catástrofe: a punta de vulgar macartismo, se lo somete a una especie de extorsión ideológica en la que se le notifica que si persiste en sus puntos de vista será excluido de las mieles que disfrutan los que se lucran de sus relaciones con el capital extranjero y de las migajas que les tocan a los que guardar timorato silencio sobre las verdaderas causas del desastre nacional.

En los últimos años, y como parte del trabajo de dominación ideológica, se ha inducido entre los colombianos una explicación fácil y falsa de la crisis nacional: que todo se debe a La Corrupción, con lo que se los exime de tener que estudiar la economía y la historia del país y, mejor aún, se los excluye también de entrar en contradicción con las orientaciones imperiales, porque, además y obviamente, entre las corruptelas nunca aparecen las incontables que tienen que aceitar las relaciones con el capital extranjero, las cuales se presentan como aportes de estadistas que el vulgo no alcanza a comprender. Y esto se hace a la par con una campaña publicitaria que de manera sistemática presenta las medidas del capital financiero norteamericano como “ayudas” destinadas a salvar a Colombia y a las más groseras agresiones contra la soberanía nacional como hechos naturales que no merecen ni comentarse o que deben aceptarse con cinismo, al tiempo que propalan la idea, colonialista en extremo, de que cualquier oposición a las medidas del Imperio puede llevar al país a situaciones peores que las que vive. Como en los tiempos de la Colonia española, lo mejor es someterse al “suave yugo de su majestad” y bregar a sacarle provecho personal a la situación, plantean.

Hoy, al igual que antes, el progreso económico, social y cultural solo estará al alcance de las naciones que sean capaces de ganar y preservar el derecho de definir de manera soberana lo que más les conviene en sus relaciones económicas internacionales. Para lograrlo, lo primero es ganar la batalla ideológica en contra del lavado de cerebro en que se fundamenta la dominación norteamericana, de forma tal que —desde los obreros y campesinos más pobres, hasta los empresarios más encopetados que tengan sentimientos patrióticos— seamos capaces de generar la resistencia civil que se requiere para enfrentar las políticas de los imperialistas y sus testaferros.

Deja un comentario